A veces, situaciones
cotidianas pueden convertirse en sainetes esperpénticos dignos de los más
ilustres comediantes británicos.
Esta mañana me encontraba
solo. La Mapacha había salido muy temprano por cuestiones laborales fuera de
nuestro bosque. Como todos los benditos días, acciono el mando a distancia para
abrir el primer portón del garaje, subo al coche, me pongo el cinturón de
seguridad y acciono nuevamente el mando para abrir el portón exterior.
Cuando me dispongo a
girar la llave y arrancar, justo en ese bendito momento, un pollo del nido que
una pareja de mirlos tiene en la enredadera del muro medianero con mi vecino,
decide que ya está listo para la independencia y salta de su seguro refugio
para aterrizar justo en medio de la rampa de salida.
Sorprendido, aborto la
maniobra de arranque y quedo expectante a su próximo movimiento, que resultó
ninguno.
Insolente, permanece unos
minutos sin mover más que la cabeza de un lado a otro como descubriendo
asombrado las maravillas que se escondían más allá del nido familiar. Tras esos
instantes de inmovilidad, decide que el interior de mi garaje es el sitio ideal
para comenzar a explorar el mundo que le rodea y, en cuatro saltitos, allá que
se planta.
Llega el momento de tomar
decisiones. La primera cerrar el portón exterior porque pienso que los
numerosos transeúntes que a esa hora pasan por delante no harán si no asustar
al pollo en caso de que decidiese salir de nuevo.
Varios minutos de
expectación. No veo al pollo. No se donde se encuentra pero de lo que estoy
seguro es de que no ha salido y que sigue dentro del garaje. Pienso que con la
mierda del puñetero pajarito y después del madrugón encima voy a llegar tarde
al tajo, y por mi cabeza pasa la tentación de arrancar y que le den. Pero el maldito
puede estar bajo mi coche y aún llegaría más tarde si al salir lo aplasto y
tengo que bajarme a limpiar todo y borrar las huellas del crimen para que La
Mapacha no me dé de escobazos por inhumano.
De repente, se produce el
milagro de la Naturaleza o eso creía yo. La madre (ó el padre porque con los
mirlos no se apreciar la diferencia) salta también del nido a la rampa y se
pone a piar como loca (ó loco) llamando al retoño.
Ya está, pensé, viene a
por él y lo hará salir para llevarlo de nuevo de vuelta a casa (los pájaros lo
hacen, yo lo he visto alguna vez).
Sigo inmóvil dentro del
coche temeroso a que cualquier movimiento ó ruido les advierta de mi presencia
y pueda frustrar el rescate. La madre (ó el padre) entra dentro del garaje y
sigue piando y piando y piando. Lo veo pulular de un lado a otro, sube a las
estanterías piando y piando y.... el cabrón desagradecido del pollo ni se mueve
ni muestra su presencia de ninguna manera. La culpa es de La Mapacha, que el
otro día se pegó una paliza tremenda limpiando el garaje dejándolo como los
chorros del oro y supongo que terriblemente atractivo para el plumífero.
Los pájaros no tienen ni
de lejos la paciencia de los seres humanos. Intentan recuperar a su cría, claro
que sí, pero pasados diez minutos sin encontrarla los muy canallas la dan por
perdida y se largan.
Es tardísimo ya. ¿ Y si
hubiese salido y no me dado cuenta ?
Llega otra vez el momento de tomar decisiones. Esta vez serán drásticas.
Cierro el portón y subo en busca de Giusseppe (mi gato). Si sigue aquí él lo
encontrará.
Dejo bajar al minino y
esta vez no me escondo en el coche. Si lo saca de donde carajo se esconda abro
el portón y lo echo fuera con la escoba.
Giusseppe no tarda ni dos
minutos en notar la presencia extraña. Tiene probada experiencia con pájaros,
eso lo sé bien. Se pone a rondar
nervioso los bajos de mi coche (de manera que ahí estaba el maldito).
Lo que pasó después jamás
pensé que mis ojos lo contemplarían. Asisto atónito a un espectáculo que
lamento no haber grabado con el móvil (para peliculitas estaba yo).
Fue una escena dantesca,
aquella alimaña (el pollo) acosando al pobre animal (el gato). A base de
chillidos y aleteos le hizo frente al felino que, tras un primer momento de
asombro (ya éramos dos) a la que el pollo, en uno de sus saltos, logró
abalanzarse sobre su cara y arañarle lo que yo creo fue la nariz, salió
tarifando de nuevo para arriba a esconderse en casa.
Se acabó, me importa un
pimiento si lo aplasto y tengo que limpiarlo. Ya es tardísimo joder.
Subo tras Giusseppe y
cierro las puertas para asegurarme de que no pueda volver a bajar (aunque creo
que ni se le pasaba por la cabeza). Bajo de nuevo, levanto los portones,
enciendo el coche y de repente lo veo. Está subido en mi capó y me mira a los
ojos. Esta es la mía, arranco suavemente y paro en mitad de la rampa para
cerrar tras de mí y asegurarme que no vuelve a entrar. Hecho. El pollo sigue en
el capó y ya no puede volver atrás. Arranco de nuevo algo preocupado porque
temo que terminaré aplastándolo y, de repente, el hijo de............... salta
del capó sobre la albardilla de piedra del muro medianero, junto a la
enredadera, justo bajo donde debe estar su nido.
Bien, no lo he matado y
desde ahí seguro que logra subir de nuevo a casa. Rebasado el segundo portón paro
para accionar el mando y cerrarlo, todo ello sin perder de vista aquél todavía
proyecto de mirlo.
Juro por lo más sagrado
que me estaba mirando directamente a los ojos y me pareció que se sonreía.
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